Cuando dormía en el vientre materno
tuve de algún modo conciencia de tí.
Eras una pequeña semillita
que palpitaba, escondida en mi patio,
soñando con ser grande.
Asomamos juntos al mundo
deseando abarcar el cielo.
Verde rama tú, niño yo,
abríamos los brazos a la brisa
y ella, maternal, nos despeinaba.
Fuiste el amigo incondicional,
el mejor escondite,
el sitio para conocer orugas,
el que me sostuvo en aquella caída,
el que escuchó mis primeras palabras.
Llegó la juventud...
Bajo tu pequeña sombra
— que mostrabas orgulloso
como yo una incipiente barba —,
iba a leer mis versos.
Bebiste de mi agua,
pero también de mis lágrimas.
En tu fronda fui a cobijarme
cuando me hirió por vez primera
el desengaño.
Pasaron inviernos y veranos...
siempre estabas allí,
frente a mi ventana.
Dispuesto a abrazarme,
dispuesto a escucharme.
Fuiste el columpio de mis hijos,
y junto a mí quedaste
cuando ellos se marcharon.
Tu tronco era ya
el de un gigante.
Ahora somos mayores
— más de lo que hubiéramos deseado —
Sabemos que valió la pena.
Pero... ¿Qué será de tí, querido
amigo,
cuando yo no esté para cuidarte?