Vago cabalgando por los jardines
en un caballo alado, transparente y eterno.
Es un corcel raudo que me lleva sin pausa
al lejano templo de la rosa escondida.
Aprieta mis costados una gruesa cadena
que cerraba la puerta de mis sienes grisáceas.
Con un grito me atrevo, un alarido emito
y me pierdo entre cardos, magnolias y violetas.
Al pasar junto al hueco del estanque perdido
una voz me susurra: “No corras, no eres viento...”
Mis espuelas se hunden sin piedad, lacerando
los ijares de oro de mi bello corcel.
Es muy blanco, aniñado, con ojos de gacela,
sus belfos son dos dalias que derraman aromas
de otro tiempo, acaso porque sabe
que su aliento me nutre
de una corriente fiera que sólo es luz de sol.
Me aproximo a la meta, la rosa está esperando
y me acerco a su área de luz y de color.
Sin pensarlo dos veces, sin bajar del caballo
la rosa despertada, ya comienza a morir
en mi mano, al tiempo que en elcielo
el día está guardando su color en su fin.
Mi rosa y mi caballo se han fundido en la noche
con mi pecho, que alberga por fin la libertad.