Mi necesidad de un
compañero de trabajo que compartiera mis ideas y formas de pensar
era inminente. Como científico requería de alguien que no
solo me ayudara en mis experimentos con absoluta reserva y dedicación,
sino que estuviese de acuerdo conmigo en todo, pues estaba casi a punto
de encontrar la clave del envejecimiento, la fuente de la eterna juventud
tan buscada por siglos, no podía arriesgarme a que se filtrara un
átomo de información, el logro tenía que ser solo
mío.
Al instante me puse a trabajar
en el proyecto, ya se conocía como hacer inteligencias artificiales
casi humanas, pero una absurda ley de esas que detienen el avance
de la ciencia, prohibía hacer algo más que ordenadores. Mi
parte era crear en secreto un cuerpo para mi ayudante de forma tal que
tuviera la apariencia de un ser humano. Para no despertar sospechas decidí
tomar muestras de mi propio ADN, con eso garantizaba también que,
de ser visto accidentalmente, alguien lo tomara por mí.
Luego de varias pruebas
fallidas tuve éxito. La unión de las piezas para armar su
esqueleto fue sencillo, lo más difícil de lograr fue colocar
los delicados tejidos cutáneos alrededor de la armazón, sobre
todo en la zona correspondiente a la cabeza y el rostro, para no derretir
los hipersensibles circuitos del cerebro... El éxito no se hizo
esperar, mi creación era justo como yo deseaba. No quería
que nadie supiera de mi descubrimiento y por suerte mi asistente estuvo
de acuerdo desde un principio.
El tiempo pasó, tras
cientos de horas de trabajo y de convivencia ya quería a mi creación
como a un hermano, más bien como a mi propio hijo, porque donde
yo envejecía o mostraba signos de desgaste él permanecía
intacto, detenido en el momento en que fue creado. Llegó un momento
en que la diferencia de edades fue tan visible que pensé en presentarlo
como tal, pero él seguía insistiendo en no querer ser visto.
Una mañana llegué
a la conclusión de que mi búsqueda había terminado,
la fórmula de la juventud eterna, que tantos años me había
costado, estaba en mis manos contenida en un pequeño frasco. Qué
mejor sujeto para probarla que yo, que había gastado mis mejores
años buscándola.
— Un brindis por la recuperación
del tiempo perdido... llegó la hora de vivir.
Un golpe violento en la
cabeza me hizo caer.
— No hermano, creo que ya
llegó mi turno de vivir... – fueron las últimas palabras
que escuché antes de que mi vista se ennegreciese.
Ray Respall Rojas