Cuando comenzó a escucharse los pasos que él mismo daba, acompasados estos con el ruido del corazón, sintió su latido pulsarle en los dos oídos y la respiración de repente se le salió del ritmo. Se fue deteniendo poco a poco hasta sentir lentamente como la brisa ya no era parte del paisaje, sino un soplo desagradable que le enfriaba el espinazo y le erizaba la piel parándole todos los pelos del cuerpo.
Traía el saco del vestido engarzado sobre la mano izquierda caminando muy de prisa como para estar borracho; en realidad no lo estaba, él sabía beber desde muy joven. Se había curtido como bebedor junto a un chivolero amante de los vallenatos de Durán con quien se iba las tardes sabatinas a beber el ron caña del Magdalena, y a escuchar los bajos parranderos del juglar. ¡Era una bebida para varones!. Aquella noche antes de salir había comido bien, no se había excedido en la fiesta de grado, bailó lo suficiente como para sudar los tragos y “prolongar el temple” – siguiendo el código del chivolero –, y a su debido tiempo, una tanda antes de la última, se despidió agradeciendo a los dueños de casa y se marchó para la suya a dormir como Dios manda.
Le tocó devolverse sólo. Su amigo a quien casaron al día siguiente de la fiesta, había salido del baile sin avisarle y como no regresó por andar “perjudicando” a la hija ajena, se llevó consigo la virginidad de su novia y el dinero del taxi recogido por ambos, para volver a sus casas.
El hijo de Esther se encontraba en apuros aquella noche de noviembre, pues le tocaba caminar diez cuadras hasta su barrio, ¿qué hago?, se preguntó; para llegar al vecindario tendría que acortar el camino tomando un atajo a través del lote baldío, un matorral espantoso antesala del “cementerio universal”, escenario frecuente de sus pesadillas. Ya estaba lejos de la quinta del baile, pudo ver en la distancia las luces de la casa apagarse; no se veía ni un alma cuando comenzó a escucharse los pasos sobre la almohada arenosa de las calles de su ciudad. De pronto un lobito azulejo (1) trasnochado y con los ojos rojos hizo ruido al salir del seco matorral, se le interpuso en la trocha y se lo quedó mirando de medio lado. A él le pareció ver en el reflejo del ojo del animal, un brillo maligno como de filo de puñal, y presa del terror corrió despavorido gritándole madrazos al amigo que casaron, alcanzando de cuatro brincos largos la calle de su salvación. El último salto lo dio de mala forma cayendo sobre un peñón, se dobló el tobillo y sobre el mismo se levantó sin mirar hacia abajo, sabiendo que se había hecho daño. Tenía rabia y ganas de llorar, juró nunca más traicionar el agüero de no salir después de haber llegado a la casa; para volver a la calle buscando males al cuerpo,¡ tentando a Satanás!.
Pensaba en aquello caminando con dificultad por la mitad de la calle tal como se lo aconsejó su papá, colocando piedras grandes en los bolsillos y asiendo la chaqueta por las mangas entorchadas para golpear al agresor eventual.
No había caminado mucho cuando una voz pestilente le gritó a pocos metros de su espalda: “Hey muchacho, ¿tienes candela?”. Nada, no tengo nada, le respondió de inmediato el hijo de Esther, mirándolo de reojo.
Se trataba de un hombre cojo, de rostro muy negro y de manos muy blancas. El siniestro personaje lo dejó avanzar para comenzar a perseguirlo al mismo ritmo, arrastrando una pierna y rumiando obscenidades incomprensibles que sonaban a conjuro de maleficio. La marcha era aterrorizante, la brisa soplaba más grosera que nunca, el hijo de Esther aceleró aún más el paso ignorando la lesión del tobillo y el cojo se sincronizó sobre la marcha, celebrándolo a carcajadas, mostrando su bocaza negra con encías de culebra exhalando el tufo de su inmundicia. ¡Olía como a huevos podridos!.
La fetidez de las carcajadas alcanzó la nuca del perseguido, quien se volteó gritando con repugnancia: “así de sucio estarás por dentro maldito”. Abanicó el aire en su intento de golpear al personaje de cara negra y manos muy blancas porque no lo encontró al lanzarle el furioso ataque, giró asustado hacia el otro lado y escuchó que ladraron una orden en la oscuridad; se detuvo, contuvo el aliento, y sintió que se puso blanco y le dieron ganas de vomitar sudando frío.
Paralizado con el saco en la mano, vio brillar en lo oscuro los ojos de un perro negro basto de cola enrollada; el mismo que ladró la orden extraña que él obedeció sin entender el idioma canino. El perro avanzó emergiendo de las sombras y se detuvo a olerle y lamerle el tobillo inflamado, luego retrocedió corriendo a buscar al “cara negra” mirando ansioso hacia ambos lados de las esquinas. Como no lo divisó, se devolvió trotando con fuerza, ladró de nuevo ésta vez dos veces y el hijo de Esther reanudó su marcha de prisa, con menos miedo pero aún asustado, el perro lo escoltaba hurgando con la mirada las calles que hacían esquina con la avenida, marchaba agitado y alerta, imponiéndole el paso al hijo de Esther.
Llegando a la casa, la madre esperaba al hijo de cara al viento enrollada en su cobija rosada de lanita suave, el hijo temió la reprensión de Esthercita – severa mujer piadosa – el perro llegó a sus pies, le movió el rabo haciéndole reverencias y se largó por donde vino mirando al hijo, regañándolo con dos latidos antes de perderse en la oscuridad... el hijo volvió a entender; supo en el acto lo que tenía que hacer. Salió corriendo a abrazar a su madre a quien no besaba desde hacia mucho tiempo, así como tampoco ella a él. El tenía diecisiete años y se creía ya muy grande como para permitirse tales efusiones sentimentales, aún cuando amaba y honraba a su vieja, tan inocente de las picardías de su varón primogénito. El hijo le dijo “mamá me asuste, pensé que me iban a matar”.
Esthercita le contó que se había despertado sobresaltada
sabiendo exactamente lo que tenía que hacer: ponerse a rezar. Ahí
mismo se arrodilló con el rosario en la mano, y la oración
de esa madre amparó al hijo en la mala hora, porque no de otra
forma se explicaba la gente como fue que se salvó
de morir en manos de un rufián poseído que mataba por placer
arratrando a sus víctimas al cementerio.
Luego de practicar ritos de sangre, destazaba vivo o muerto al cristiano que perseguía en las inmediaciones de su terreno de cacería: el matorral frente al Cementerio Universal y las calles contiguas a la avenida central, donde se había doblado el tobillo el hijo de Esther.
El “guayabo” del domingo se lo cuidaron Nicolaza y Carmela, las tías alcahuetas del hijo de Esther, porque ya enteradas del episodio tenebroso que vivió su sobrino, se apuraron a mimarlo con un caldo revitalizador: sopa de pichón de paloma.
Esthercita entró en la casa aquel domingo por la mañana con las pisadas duras de su actitud decidida, había salido temprano a comulgar. Se enteró en la iglesia de lo que todos conversaban, había aparecido muerto un peligroso criminal, un asesino en serie de jóvenes víctimas. El comandante de la policía había declarado a la prensa local la gran satisfacción de los agentes del orden ante la eliminación de alias “el asesino de las manos blancas”. Lo había matado a mordiscos un perro sin dueño que dejó abandonado el cadáver frente a los policías de la inspección central.
Esthercita no alcanzó a terminar la misa, se fue a comprar corriendo la prensa del día, por eso entró con su marcha de pasos largos que todos temían porque ya sabían que la tierra iba a temblar. El hijo de Esther esperaba lo peor, aquellos pasos eran el presagio de un regaño mayor. Nicolaza y Carmela intentaron calmarla y la abrazaron antes de que se pusieran a llorar. No le dijo nada al hijo pero dejó de hablarle esa semana y mantuvo a los tres hermanos bajo estricta vigilancia, en un tiempo durante el cual el hijo mayor, se comportó como un santo varón.
Los tres hermanos habían sido bautizados en la iglesia llamada
con el nombre del santo dueño del perro. Los tres habían
sido monaguillos del párroco, su madre los había puesto a
caminar con sandalias las insufribles procesiones del santo popular, y
los tres estaban encomendados a la protección de esa devoción
ancestral. “Ese fue el perro de San Roque mis hijos”, le dijo Esthercita
a sus tres varones el día cuando por fin comenzó a
ceder bajo el asedio sin tregua de Nizolaza y Carmela quienes protestaron
rabiosas por el prolongado castigo ante la madre severa y piadosa que fue
doña Esther.
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(1) Lobito azulejo: especie de lagarto
muy común en los lotes baldíos de la ciudad
Rafael Borrero Moncada