IMAGENES PERDIDAS

– ¿Cuál es tu nombre? – preguntó el hombre importunando al muchacho que no tenía ganas de responderle, estaba cansado y sólo su imperante necesidad de conocer al Rey de aquellos bandidos lo hacía penetrar en aquella cloaca, así que de mala gana contestó.

– Santiago, y te suplico que no me preguntes más nada, estoy exhausto.

El viejo se calló por el resto del camino. Viajaban por las aguas sucias de París en una barquilla, con el fin de llegar a un encuentro con el Jefe de los buscones. Se hablaba de los buscones con repugnancia en París, decían que todos vivían en el acantilado buscando entre los desechos su cena. Hablaban de ellos achacándoles terribles delitos ignominiosos, pero Santiago no tenía miedo, además eran excelentes cuando se trataba de realizar trabajos sucios y eran estos los servicios que deseaba Santiago.

Después de haber navegado largas horas llegaron al fin a la ciudadela de los mendigos, al igual que los gitanos las tenían en las catacumbas de París, ellos habían construido una pequeña ciudad a base de los materiales que tiraban a la calle los ciudadanos.

Inmediatamente, Santiago fue llevado ante el Rey, el que según supo se llamaba Caspar. Era un sujeto de baja estatura, trabado y rechoncho, con un rostro lleno de granos.

– ¿Qué buscas aquí? – preguntó mirándolo de pies a cabeza, aquella mirada intimidó profundamente a Santiago.

– Necesito ayuda.

– Y yo dinero ... – dijo burlón el hombre a tiempo que continuaba – es decir, sabes que hay que pagar, nada en este negocio es gratis.

– Sí, los conozco, estoy dispuesto a pagar con esto – y le mostró un diamante enorme.

– Debes ir a la isla de la Cité, espero que conozcas la catedral de Notre Dame, pues quiero que robes para mí las joyas del Prior, mi tío.

El Rey Caspar recordó entonces un encargo hecho hacía algunos días y sin pensarlo dos veces gritó a sus hombres. ¡Degüellen a este! Los bárbaros se lanzaron contra el débil cuerpo del muchacho que palideció e intentó correr, pero le resultó imposible pues ya había sido abandonado a la furia de aquellos infames que lo apuñalaron y destrozaron, despojándolo luego de sus pertenencias y tomando por la fuerza el diamante.

Mientras Santiago caía desangrado y confuso, Caspar le dijo:

– Esto es un mensaje del prior, el último que oirás: "Debiste quedarte en Roma, estúpido"

Santiago se desplomó y aquella fue la imagen final que de su persona se tuvo. Nunca más se volvió a decir nada del joven sobrino del prior venido de Italia. Por desgracia, no hubo prelado alguno por esos viles lugares para proclamar antes de que asesinaran a Santiago: Manus non imponere in servos Domini o excommunicabo vos. (Y todos en París callaron el salvaje crimen).

Guillermo Badía

« Voltar